Periodista y escritor
Naiz 01/09/2025
En la Euskadi del siglo XXI, donde las mareas del Cantábrico lamen con paciencia los acantilados de la costa, algo menos natural golpea, con ritmo constante, las arcas públicas: la maquinaria incansable del hormigón. Las excavadoras, como insectos gigantes con hambre perpetua, no descansan. Rascan la tierra no por necesidad, sino por decreto. Porque construir infraestructuras es el verbo favorito de los presupuestos. Y los presupuestos no son sino el poema épico de quienes gobiernan.
La política vasca ha encontrado en las Infraestructuras su religión de Estado, su Santo Grial. Desde el Gobierno Vasco, hasta las Diputaciones Forales y las capitales de herrialde, con el PNV al timón y el PSE como copiloto fiel, el mensaje es claro: levantar obra, generar cemento, alimentar al enjambre. Bajo el disfraz de un supuesto progreso se esconde la eterna danza entre lo público y lo privado, con los contribuyentes como músicos involuntarios que pagan la orquesta sin saber qué melodía suena.
A todo esto le llaman «cooperación público-privada», un virtuoso matrimonio entre el interés general y la eficiencia empresarial que sirve, fundamentalmente, para desvalijar las arcas públicas y hacer de las instituciones un casino con las compañías constructoras más poderosas e influyentes llevándose las licitaciones más gordas. Pero tras ese velo nupcial hay pactos y cláusulas que, aunque se anuncien en los boletines oficiales, pertenecen a ese enmarañado mundo de las licitaciones a medida que luego, además, registras sobrecostes muy por encima de lo inicialmente presupuestado. Y mientras se levantan rotondas en lugares sin tráfico, viaductos en pueblos dormidos, museos en Reservas de la Biosfera, y polideportivos vacíos de usuarios, la Sanidad pública espera en pasillos cada vez más largos, y la Educación se sostiene con parches y vocación.
Las constructoras grandes se han convertido en las nuevas cortesanas del poder en Euskadi. Y algunas de las medianas y pequeñas sirven de coartada para aparentar la limpieza de los expedientes. No muerden la mano que las alimenta, porque esa mano les sirve cada año un menú-degustación millonario. Son chupópteros, sí, pero con traje y sello oficial. A cada nuevo centro logístico, a cada puente giratorio con diseño de vanguardia, se les llena la boca de «beneficio social». Como si el hormigón pudiera curar la fiebre o enseñar a leer.
Pero el relato no se sostiene. Euskadi no necesita más fachada: necesita más cimiento ético. Y el verdadero progreso no se mide en metros cuadrados o en superficies hormigonadas, sino en ciudadanos que sienten que su voz vale más que el plano de una obra adjudicada. En este festín de dineros, la mesa debe girar, y no seguir ofreciendo banquetes a las mismas bocas.
Carlos Alzaga, continuador del lehendakari Pradales en el cargo como diputado foral de Infraestructuras, lo dijo sin ruborizarse lo más mínimo el pasado 20 de julio en una entrevista publicada en el diario oficial del partido: «Todas las obras previstas dan para comer en los próximos cinco o seis años a muchas empresas». El verbo escogido −«comer»− revela un proyecto digestivo antes que político. Las inversiones se presentan como pan para el pueblo, cuando en realidad engordan las mesas de siempre. Se reparten tajos, no tanto en el sentido físico de las obras, sino como metáfora de las porciones de negocio asignadas.
La entrevista con el diputado Alzaga es reveladora. Se muestra más preocupado por que haya suficientes empresas capaces de abarcar el pastel que por los efectos de las obras sobre la ciudadanía. Se exhorta a las constructoras a crecer y participar, como si el objetivo de la política pública fuera activar la economía corporativa, no el interés general. Se menciona múltiples proyectos, pero todo envuelto en un optimismo que ignora los baches de una sanidad tensionada, una educación ninguneada, y unos servicios públicos en deterioro creciente que no salen en los titulares, por no hablar del descarado interés en favorecer la utilización del coche privado.
La declaración de que las obras «dan para comer» a las empresas constructoras revela una concepción de la inversión pública orientada al mantenimiento del tejido empresarial, no como instrumento para fortalecer el bienestar ciudadano. Este enfoque plantea al menos tres cuestiones estructurales: 1) La priorización de gasto público: se destina una parte significativa del presupuesto a infraestructuras que no responden necesariamente a demandas sociales urgentes (sanidad, educación, vivienda digna). 2) La simulación de participación: los procesos «participativos» no garantizan una influencia real de la ciudadanía sobre la planificación; se convierten en mecanismos de validación institucional, más que de construcción democrática (incluido el proceso de «escucha activa» sobre el Guggenheim Urdaibai). Y 3) La colaboración público-privada como coartada: el modelo presenta riesgos reales de captura del presupuesto público por intereses empresariales, donde la ejecución del gasto no conlleva control ciudadano ni tampoco parlamentario, sino dependencia técnica y contractual de empresas ya asentadas.
La situación descrita remite al fenómeno conocido como «parasitismo presupuestario»: empresas que subsisten y crecen principalmente a través de la asignación recurrente de contratos públicos sin aportar mejoras proporcionales al sistema social. Esta deriva convierte el presupuesto en herramienta de supervivencia empresarial, en lugar de instrumento de transformación colectiva.
Ante ello, la única defensa posible es fortalecer la transparencia de los procesos, revalorizar la participación vinculante en los planes estratégicos, establecer criterios de impacto social verificable antes de ejecutar grandes obras y que estas empresas habitualmente contratadas para grandes obras públicas demuestren que un alto porcentaje de su actividad también se resuelve en la actividad privada y en la no dependencia casi en exclusiva de los presupuestos públicos. En otras palabras: la inversión debe volver a ser pública no solo en origen, sino también en propósito y resultado.
El actual Plan Estratégico de Busturialdea (PEB) recientemente aprobado, es un ejemplo patente de todo esto, ya que con su discurso consensuado y territorial, repite el patrón con otro envoltorio. Se habla de participación, gobernanza, economía azul, formación profesional y rehabilitación urbana. Pero el lenguaje institucional peca de perfección formal: «estrategia compartida y realista», «agentes económicos, sociales e institucionales», «hojas de ruta vivas». Son eufemismos que envuelven la misma coreografía de siempre: construir para decir que se está haciendo algo, sin preguntarse si es lo que realmente se necesita. Todo muy correcto, muy metódico, pero ¿dónde está el nervio social que exige que lo público no se convierta en plataforma especulativa?
Aquí es donde la falsa fórmula de la colaboración público-privada entra en escena. Presentada como equilibrio virtuoso, actúa como cortina de humo que encubre cesiones sistemáticas al interés privado. La retórica del «compromiso institucional» se ha convertido en eufemismo de privatización encubierta. Lo público sirve de marco, aval, y garantía. Lo privado ejecuta, factura y capitaliza. ¡Coge el dinero y corre, y si te he visto no me acuerdo!
En este gran teatro, la ciudadanía no protagoniza. Hace de figurante. Se le ofrece una entrada al espectáculo del progreso −con pancarta, rueda de prensa y exposición interactiva− pero no se le deja acceder al escenario donde se decide qué se levanta, dónde, y para quién. Prueba de todo esto es que casi un 79% de los 78 millones de euros que contempla el PEB se lo llevan las infraestructuras. Y si se tienen en cuenta las inversiones previas comprometidas o en ejecución en presupuestos ordinarios y fuera de Plan (otros 225 millones, con lo que ambas partidas llegarían a los 303, 5 millones) solo 17, 5 millones no van a infraestructuras de algún tipo, es decir, se convierten en «comida» para las constructoras, mientras lo social, lo cultural y la calidad de vida de la ciudadanía queda postergada.
Pero no solo existe este desequilibrio en Busturialdea. La fiebre por las infraestructuras se extiende a todo Euskadi aunque, donde más se desarrolla es en Bizkaia. Ahí estan la Supersur, la Subfluvial (el túnel bajo la ría que unirá las dos márgenes del Nervión a la altura de Getxo), la proyectada ampliación, con dos nuevas sedes, del Guggenheim a Urdaibai; la Variante Sur Ferroviaria del Puerto de Bilbao, la Variante de Ortuella; la de Ermua; el puente giratorio entre Barakaldo y Erandio, la cubierta de La Avanzada; por no hablar de la macro obra del TAV que implica a los tres herrialdes...
Esta desproporción indica claramente cuáles son los objetivos del partido gobernante: hormigonar el país por encima de otras necesidades más básicas de la ciudadanía vasca, sin establecer una relación de urgencias sociales, que las hay, y muchas. Y disfrazar de «necesidades» lo que no son, sino en buena medida, intereses de unos pocos, es defraudar no solo al presupuesto, sino a la esperanza. Es convertir el mapa de lo común en un tablero de apuestas, donde cada obra es una ficha y cada ciudadano, un espectador sin voz. Es traicionar el pacto invisible que sostiene la democracia: que lo público se construye para todos, no para que unos pocos se repartan el botín bajo la sombra de una grúa.
Euskadi, con sus territorios históricos y su memoria de lucha, no necesita más infraestructuras que no respondan a una necesidad ciudadana real. Lo que necesita es un modelo económico que sitúe el bienestar colectivo en el centro, no como efecto colateral, sino como propósito esencial. La política no es una excavadora ni una carretera: es una promesa de equidad, una herramienta para redistribuir dignidad.
Porque cuando los fondos públicos se destinan a cavar túneles por donde no transitan ni ideas, ni derechos, ni justicia social, el progreso se convierte en una ilusión óptica: una luz al fondo que nunca se alcanza, porque no alumbra el camino, sino lo oculta. Solo cuando la ciudadanía recupere el timón de lo público, cuando el plano de una obra se trace con manos diversas y voces múltiples, podremos decir que avanzamos. No hacia más cemento, sino hacia más conciencia. No hacia más rotondas, sino hacia más justicia. No hacia el espectáculo del progreso, sino hacia su verdad.
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