La unión de las causas: hacia una izquierda integral



Txema García
Periodista y escritor

La unión de las causas: hacia una izquierda integral

Vivimos en una época de saturación política, de hastío colectivo, donde cada expresión del sistema capitalista es un boquete sideral por el que se expande la injusticia, la precariedad, las guerras que afectan a los de siempre. Trabajo, vivienda, educación, sanidad, medio ambiente… todo está en crisis. Y, sin embargo, la respuesta de la izquierda –o lo que aún se llama izquierda– sigue siendo la misma: dispersa, muy limitada, reactiva, atrapada en esquemas decimonónicos que ya apenas sirven para el siglo XXI.

La izquierda contemporánea ha transitado desde una lucha que tenía como eje la conciencia de clase, hacia una práctica política centrada casi exclusivamente en lo electoral (ese tablero amañado donde las reglas las dicta el sistema) y en una constelación infinita de causas que se abordan como batallas aisladas, sin conexión ni estrategia común. Cada formación política, cada colectivo, en su país o territorio, defiende su parcela, su herida, su urgencia, como si el problema no fuera global, como si la injusticia no tuviera un rostro sistémico que nos afecta a la inmensa mayoría. Es como si estuviéramos intentando apagar un incendio planetario con cubos de agua dispersos, sin saber que todos estamos dentro del mismo bosque en llamas. Así, la división se ha convertido en norma, y la fragmentación en método, donde partidos, organizaciones, programas, luchas… son la expresión de un totum revolutum que, al enfrentarse entre sí mismos por alcanzar pírricas victorias, pierden de vista su objetivo final frente a un enemigo común. El resultado, en todo caso, es una coreografía caótica de esfuerzos que, lejos de converger, se neutralizan entre sí. Es la suma cero.

Mientras tanto, el sistema que nos oprime no se fragmenta: se articula con precisión quirúrgica, se metamorfosea según convenga, se coordina como una maquinaria global que no deja cabos sueltos. Es algo más que una hidra con cabezas que se regeneran: es el fuego que avanza por el bosque, alimentado por cada ráfaga de viento, por cada árbol seco, por cada distracción. Mientras las llamas se propagan por doquier, nosotros seguimos corriendo en círculos, intentando apagar focos aislados, con las manos desnudas, sin mapa, sin estrategia, sin saber que el incendio es uno solo. Nos dispersamos en mil frentes, cada uno con su manguera rota, creyendo que cortar una llama detendrá el fuego. Pero el fuego no se corta: se contiene con unidad, con visión, con coordinación. Y como no la tenemos, el resultado es siempre el mismo: el bosque arde, y nosotros perdemos.

En mi humilde opinión, la izquierda debe replantearse con urgencia cómo salir de ese enfoque sectorial que la debilita, de esa mirada fragmentada, de esa acción parcial que apenas logra contener las llamas en un rincón del bosque. Lo que necesitamos son dos figuras políticas nuevas y profundamente conectadas: el ciudadano-ciudadana total, y su reflejo colectivo, la organización-paraguas total. No basta con quien lucha por su salario, por su alquiler, por la sanidad pública o por el reconocimiento de su identidad: necesitamos a quien entiende que cada uno de esos fuegos forma parte del mismo incendio. No más organizaciones aisladas, cada una defendiendo su parcela como si no estuviera rodeada de llamas. No más islas de lucha: una por el trabajo digno, otra por la vivienda, otra por la ecología, otra por los derechos identitarios, todas desconectadas de una raíz común. Lo que hace falta es una estructura amplia, viva, capaz de representar con fuerza todas esas causas y muchas más, como ramas de un mismo árbol que se niega a arder. Porque solo así podremos dejar de correr detrás del fuego y empezar a construir el bosque que queremos.

De la reacción a la estrategia

El capitalismo ha desmenuzado las luchas, ha abierto numerosos frentes para conseguir dos cosas: a) mejorar el rendimiento de su propio sistema, sacar más provecho y, de paso, b) hacer más débiles a quienes se oponen a él.

Así que la izquierda necesita empezar a planificar y a organizarse de otra manera. No se trata de estar en todas las luchas, sino de priorizar. Elegir varios frentes clave –por ejemplo, vivienda, educación y sanidad, transición ecológica justa, soberanía alimentaria, y contra la militarización creciente–, para construir desde ahí una ofensiva general coordinada en favor de una vida y un desarrollo digno. Hay que superar el horizonte permanente de manifestaciones aisladas, desconectadas, y avanzar en el camino de procesos de articulación que generen un poder real y una alternativa eficaz a este sistema. Es el «agrupémonos todos-todas», pero en la lucha diaria.

Esto implica lógicamente repensar las formas de organización. Los partidos tradicionales tendrán que buscar nuevas fórmulas de trabajo, reorientar sus esquemas de funcionamiento, si es que quieren ser instrumentos válidos y eficaces de cambio. Plataformas horizontales, nodos de acción descentralizados, redes de apoyo mutuo pueden ser algunos ejes de trabajo y ya están demostrando que se puede y se debe ser más eficaz ampliando el enfoque. Lo vemos en decenas de movimientos como el francés de Soulèvements de la Terre, Fridays for Future, Extinction Rebellion, o las redes de economía solidaria que están surgiendo en muchos lugares del planeta y que pueden ser el embrión de un nuevo tipo de organización que se vaya articulando en un gran frente internacional que responda a las principales amenazas que nos plantea este régimen neoliberal genocida que se está extendiendo por buena parte del mundo.

No estamos hablando de un mero reajuste, sino de todo un cambio conceptual, de otro discurso, de nuevas maneras de comunicar, de otras prácticas, en definitiva, de otra forma de organización que supere los límites cada vez más angostos en los que nos hemos ido encajonando en la izquierda tras asumir las prácticas del sistema que descansan, principalmente, en un campo de juego parlamentario controlado en última instancia por los poderes fácticos desde aquí a California o a Vladivostok.

Si no abrimos la mirada, no solo se acorta el horizonte sino, también, las respuestas que se han de dar. ¿O es que la vivienda, la educación, la sanidad, la transición ecológica, la soberanía alimentaria, los malestares de la vida cotidiana y, mucho más aún, las guerras, no nos afectan a una grandísima mayoría de los habitantes de este planeta?

Para conseguir todo esto es necesario, de entrada, innovar en las formas de lucha. Darle a la política diaria otra dimensión más pedagógica, más amplia, integral y articulada. Trabajar y luchar como se está haciendo ahora, problema por problema, sector por sector, buscando mejoras graduales, creo que es un grave error que nos encierra y divide o, lo que es lo mismo, debilita profundamente a la izquierda y a las fuerzas y colectivos que promueven un cambio radical del sistema capitalista.

Trocear, desmenuzar las graves problemáticas que enfrentamos a todos los niveles, no solo es perder perspectiva, es, ante todo, condenarnos a la irrelevancia. Si el combustible de las luchas que recorrieron todo el mundo hace más de siglo y medio fue una única consigna «Proletarios de todo el mundo, uníos», quizá ahora tengamos que buscar un nuevo eslogan. Uno nuevo que no convoque desde la homogeneidad, sino desde la articulación, desde la conexión entre causas diversas que comparten un enemigo común. La lucha no puede seguir siendo ni islas ni archipiélago: necesita ser continente.
El “ciudadano-a total” no nacerá de la nada. Tendrá que ser el resultado de un proceso pedagógico, cultural y político que eleve su conciencia, que lo conecte con las luchas ajenas como si fueran propias. Que supere la fragmentación no anulándola, sino comprendiendo que cada reivindicación es una puerta a una estructura más profunda de injusticia compartida. Su conciencia no será únicamente sectorial, ha de ser sistémica.

Construir esa figura exige también una nueva narrativa global. Una que no se fundamente en el miedo, como hace el neoliberalismo, sino en el deseo de transformación. Frente al relato que normaliza el saqueo del planeta y la exclusión de millones de personas, necesitamos otro que nos devuelva el derecho a imaginar un mundo común, más libre, más justo e igualitario. La esperanza debe volver a ser revolucionaria.

Pero la articulación no es simple. Siempre hay y habrá tensiones, egos, disputas y resistencias internas que entorpezcan la convergencia. Reconocer esos obstáculos sin moralismos es el primer paso para superarlos. Hacer del conflicto un motor de creatividad colectiva nos permitirá pasar de la mera coexistencia de luchas al diseño de estrategias compartidas.

¿Y si volvemos a pensar en clave internacionalista? La historia nos lo recuerda: las resistencias más fuertes han sido aquellas que cruzaron fronteras. Hoy, el internacionalismo no se construye desde sedes centrales, sino desde redes descentralizadas que comparten información, estrategias y afectos. Una Internacional distribuida es más resiliente y más difícil de neutralizar.

Las tecnologías que hoy nos conectan también pueden servir para coordinar la lucha. Plataformas seguras, inteligencia colectiva, canales de solidaridad transnacional… todo eso existe, pero hay que apropiárselo políticamente. Si el capital las usa para extraer valor, nosotros debemos usarlas para construir resistencia.

Ahora bien, la articulación política también necesita tácticas concretas. Cooperativas integrales, redes de cuidados, asambleas mixtas, huertas comunitarias… son ejemplos de prácticas que ya encarnan la visión del ciudadano total. La transformación no se decreta: se construye desde abajo, día a día.

En ese mismo terreno, lo simbólico juega un papel crucial. Las estéticas, los lenguajes, los gestos, los rituales… pueden y deben ser dispositivos de conexión emocional y política. El arte y la cultura militante, comprometida y reivindicativa, los relatos insurgentes deben ser herramientas para dar forma sensible al nuevo horizonte común.

Y entonces sí, podemos volver a preguntar: ¿Cuál sería ese nuevo eslogan? Tal vez algo que no borre las diferencias, pero las ponga en diálogo. Un grito que ya no clame por una clase social única, sino por una alianza entre pueblos, causas y territorios: «Diversos, pero unidos. Contra el sistema. Por la vida».

¿Comenzamos a caminar? ¿A que esperamos? Igual hay que empezar a mirarnos más a nosotros mismos que al adversario.


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