Del Mar Menor de Murcia al Mal Mayor de Urdaibai



NAIZ 16/07/2025

Txema García
Periodista y escritor


Del Mar Menor de Murcia al Mal Mayor de Urdaibai


Hay territorios que no son solo geografía: son memoria, cultura sedimentada, vida con raíces. Lugares donde el paisaje no es un telón de fondo, sino un protagonista silencioso. El Mar Menor lo comprendió tarde, a golpe de colapso ecológico. Urdaibai –o al menos su marisma– aún está a tiempo de evitarlo. Pero no por mucho tiempo.

Porque la historia se repite. Con guiones distintos, pero con reparto similar: una naturaleza frágil, un proyecto invasivo, instituciones ensimismadas y una ciudadanía que, harta de retórica hueca, decide organizarse.

En la Región de Murcia, una laguna costera de 135 km² –la mayor del Mediterráneo europeo– fue saqueada durante décadas por el urbanismo salvaje, la agricultura intensiva, los vertidos ilegales y la inoperancia institucional. Todo bajo un marco jurídico que, pese a sus buenas intenciones, resultó estrepitosamente ineficaz. El resultado: un ecosistema al borde del colapso, episodios de mortandad masiva, pérdida de biodiversidad, y una ciudadanía invadida por la solastalgia, ese dolor del alma al ver cómo se degrada el entorno que se ama.

Pero fue ahí donde germinó lo inesperado, una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) impulsada por ciudadanía organizada, que logró más de 639.000 firmas y consiguió algo inaudito en Europa: dotar de personalidad jurídica y derechos propios a un ecosistema natural.

La iniciativa fue finalmente aprobada por el Congreso, convirtiendo al Mar Menor en el primer ecosistema con personalidad jurídica de Europa. Desde entonces, una figura tutelar —formada por representantes ciudadanos, administraciones y un comité científico independiente— vela por sus derechos. Y cualquiera puede litigar en nombre del ecosistema, invocando su carta legal de derechos: a existir, a evolucionar, a ser restaurado. Como quien defiende a una persona. Como quien no acepta que la vida sea solo decorado. Se trata, en definitiva, de un nuevo lenguaje jurídico que prioriza la vida y su integridad ecológica por encima del lucro. Un logro no dictado por los poderes públicos, sino arrancado por una ciudadanía que no quiso resignarse.
Y ahora miremos hacia Euskadi. La pregunta que flota ahora, como niebla sobre el estuario de Urdaibai, es evidente: ¿por qué no aquí?

Mientras en el sur se reconocía legalmente a una laguna devastada, en el norte florecía otro proceso, esta vez de imposición institucional con barniz cultural. El proyecto del Guggenheim Urdaibai, impulsado por las instituciones vascas, prevé levantar dos nuevas sedes del museo: una en Gernika y otra en Murueta, en pleno entorno natural. El foco de esta segunda, y más conflictiva, sede no se sitúa en cualquier sitio: apunta directamente al estuario, a la marisma y al dominio público marítimo-terrestre de Urdaibai, el área más vulnerable y ecológicamente sensible de toda la Reserva de la Biosfera.

Esa distinción es crucial. Porque aunque Urdaibai cuenta con una Ley propia de protección como Reserva de la Biosfera desde 1984, la franja concreta donde se proyecta el museo –el estuario de Murueta y sus alrededores– ha sufrido ya procesos de contaminación histórica a cargo de Astilleros de Murueta principalmente, y alteración de cauces y recalificaciones urbanísticas encubiertas. Y es ahí donde la maquinaria institucional ha activado su coreografía: medios de comunicación entregados a las instituciones a cambio de prebendas en forma de subvenciones, cambios urbanísticos a medida, reducción exprés de protección costera (de 100 a 20 metros), y una operación simbólica envolvente con el sello Guggenheim como coartada cultural. Pero la lógica no cambia: se trata de recolonizar paisaje para alimentar el relato institucional.

Urdaibai, como el Mar Menor antes del colapso, corre el riesgo de ser convertido en un decorado de vanguardia. Una postal modernista que disimula su naturaleza con pasarelas de madera, branding turístico y discursos de “reactivación comarcal”.

Pero hay una diferencia brutal. El Mar Menor pidió ser sujeto de derecho tras el desastre. Urdaibai podría hacerlo antes, como prevención, no como epitafio. Porque si algo revela la experiencia del sureste español es que confiar la protección de la Naturaleza exclusivamente a las administraciones es confiar en una trampa con nombre técnico: gobernanza extractiva.

Las leyes no suelen fallar por falta de textos. Fallan porque nadie las ejecuta. Porque el interés general queda sepultado bajo la prioridad presupuestaria, la pasividad administrativa o las sinergias opacas entre instituciones y marcas. Así ocurre cuando el paisaje es reducido a moneda simbólica de cambio político.

El caso del Mar Menor —estudiado ya por Naciones Unidas y reconocido como pionero en derechos de la Naturaleza en Europa— demuestra que es la ciudadanía la que acaba actuando como sujeto político ecológico de última instancia. No lo hace porque quiera ocupar el lugar de los gobiernos. Lo hace porque no le queda más remedio.

¿Qué impide que Urdaibai siga el mismo camino? ¿Por qué no impulsar una ILP en el Parlamento Vasco que reconozca personalidad jurídica al estuario de Urdaibai? No a toda la Reserva, cuya estructura legal ya existe, sino a su marisma, su corazón biológico más frágil. Dotarlo de derechos propios no sería solo un acto simbólico. Sería una herramienta jurídica real para impedir que se instale allí, lo que no podría autorizarse en ningún otro ecosistema protegido sin que saltaran todas las alarmas.

Porque no se trata de negar la cultura. Se trata de que la cultura no sirva de excusa para el despojo ecológico. Lo que pretende el Guggenheim Urdaibai no es una apuesta por la creatividad, sino una restauración del poder simbólico institucional, anclada en el fetiche de los años 90, y completamente ajena a la emergencia ecológica que ya está aquí.

Y ahí vuelve la pregunta fundamental: ¿quién representa hoy los intereses de la Naturaleza? Porque la biodiversidad no tiene escaños. El estuario no vota. La marisma no acude a las mesas redondas. Las aves no redactan alegaciones, los visones europeos, si queda alguno ya en Urdaibai, no convocan ruedas de prensa, los helechos no alzan la voz cuando se les arrincona. Solo la ciudadanía puede prestarle voz, una voz que hable también por quienes habitan sin pedir permiso. Y solo el Derecho puede reconocerle estatus, para que la vida silvestre deje de ser paisaje prescindible y se convierta en sujeto protegido.

El movimiento por los Derechos de la Naturaleza en Europa –del río Tavignanu en Córcega al Ródano en Francia, del Mar del Norte en Dinamarca al Mar Menor en el Estado español– avanza con paso firme. No es sentimentalismo verde. Es reforma estructural del Derecho para reconocer que sin ecosistemas vivos no hay democracia sostenible.

Urdaibai puede ser parte de esa ola. Una comarca entera –Busturialdea– podría unirse en defensa de su estuario, no desde la nostalgia bucólica, sino desde la firmeza de quien sabe que la Naturaleza es la infraestructura esencial de cualquier civilización que quiera durar más de dos legislaturas.

Los pueblos –como el de Los Alcázares en Murcia– lo demostraron con firmeza: si los gobiernos no actúan, las comunidades deben activarse. No porque quieran asumir responsabilidades ajenas, sino porque nadie más lo hará. La vida no se defiende sola. Y el estuario de Urdaibai –con sus aves, su salinidad cambiante, sus orillas que respiran con la marea– merece algo más que ser telón de fondo de una marca museística global.
Porque si no lo defendemos nosotros, ¿quién lo hará? Y si no es ahora, ¿cuándo?

Así que plataformas ciudadanas como Guggenheim Urdaibai STOP, asociaciones como Zain Dezagun Urdaibai, colectivos históricos en la lucha por la defensa de esta comarca, organizaciones ecologistas como Ekologistak Martxan, Greenpeace, Eguzki, WWF, SEO/Birdlife y otras, así como ciudadanía en general, tienen-tenemos todos y todas ahora una oportunidad histórica para unir sinergias en torno a un objetivo común: construir un gran dique de defensa, no de hormigón, sino de conciencia tejida entre voces que aún saben escuchar el latido del paisaje. Porque si se construye el Museo Guggenheim en la marisma, no sólo se perderá biodiversidad, también se hundirá ese idioma del agua que aún susurra lo que fuimos y lo que podríamos seguir siendo. Y hay que hacerlo antes de que sea la belleza silvestre quien escriba su epitafio, con barro, con viento, con dignidad no domesticada.

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